El amor verdadero, puro y eterno que Dios nos ofrece, nos llama a amar sin condiciones a nuestros semejantes, sin límites y sin dobleces; reflejando su ternura, su verdad, su sacrificio y su paz en cada acción, más allá de las emociones pasajeras del mundo.
“Queridos hermanos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros…” (1 Jn 4, 11- 18)
El mensaje de la primera carta de San Juan (4, 11-18), nos lleva a advertir la profundidad y seriedad con la que él aborda el tema del amor. En nuestra sociedad actual, la palabra «amor» ha perdido en gran medida su verdadero significado. Se ha diluido en emociones efímeras, en sensaciones pasajeras o en un simple «sentir bonito», olvidando la esencia profunda y trascendental de este don divino. Decir «te amo» es un acto cargado de belleza, pero para que esas palabras sean verdaderamente significativas, deben estar acompañadas de una serie de condiciones. La palabra con la que solemos definir el amor humano es un tesoro tan delicado que requiere ser manejado con extrema cautela, con una prudencia que honre su pureza, con un respeto profundo por su esencia, con gran sabiduría y, sobre todo, con una verdad absoluta que no permita distorsionarlo ni vaciarlo de su profundo significado.
En la primera carta de San Juan (4, 11-18), se nos revelan algunas señales del amor genuino:
El amor de Dios hacia nosotros, que se revela en la entrega de su Hijo Jesucristo, es la máxima expresión de amor. Este amor no es abstracto ni lejano, sino que tiene un rostro concreto: el rostro de la cruz, el rostro del sacrificio, de la entrega absoluta. El amor verdadero se manifiesta en la pasión de Cristo, en su vida entregada por nosotros.
No amamos solo con nuestras propias fuerzas, ni con el limitado amor que proviene de nuestros deseos o emociones. El amor cristiano no surge de nosotros mismos, sino que es el amor de Dios el que se irradia a través de nosotros, gracias a la acción del Espíritu Santo. Es en Él que encontramos la fuente infinita que nos impulsa a amar.
El amor que se fundamenta en Dios es un amor que da paz, una paz profunda. El amor cristiano lleva consigo una serenidad que no se opone a la conciencia ni a la razón. No es un amor que se esconde ni que teme la mirada divina. Todo lo contrario, es un amor transparente, que se alinea con la voluntad de Dios y que nos conduce a una vida de armonía y equilibrio.
El amor que debemos cultivar es un amor que no hace distinciones, que no establece barreras ni prejuicios. El llamado a amarnos unos a otros es universal y sin condiciones, amar según Dios y buscar el bien de todos los que comparten nuestro camino en este mundo.
Este es el amor que nos invita a vivir San Juan: un amor que es verdadero, puro, incondicional y eterno, un amor que trasciende nuestra limitada capacidad humana y se convierte en un reflejo del amor divino. El amor de Dios se derrama sobre nosotros para que, a su vez, lo compartamos generosamente con los demás.
Plegaria para hoy
Señor, fuente de todo amor verdadero, te agradecemos por el don inmenso de tu amor, que nos da fuerza, esperanza y paz. Te pedimos que nos guíes para que nuestras palabras y acciones reflejen la pureza y la profundidad de tu amor. Ayúdanos a amar con sabiduría, con respeto y, sobre todo, con la verdad que viene de ti. Que podamos ser instrumentos de tu paz en este mundo, amando según la pureza del amor que el mismo Cristo nos enseñó. Amén.
Marynela F. S. – Redacción Club de la Vida